El invierno en la vida de la tierra es tiempo de silencio. La tierra parece dormir, los árboles se recogen y el frío obliga a la naturaleza a un reposo que, a simple vista, podría parecer estéril. Sin embargo, bajo esa apariencia quieta, la vida sigue su curso. Las semillas, aunque ocultas bajo el suelo, germinan lentamente. Comienza un proceso profundo y silencioso que prepara la explosión de la vida que veremos en primavera. Es lo que también celebramos, pocas semanas atrás, junto al pueblo mapuche, en el We Tripantu.
Asimilada a la experiencia de la tierra, ocurre con la vida espiritual. Muchas veces queremos ver resultados inmediatos: frutos visibles, conversiones rápidas, comunidades llenas. Pero la lógica de Dios no es la nuestra. Jesús mismo nos habló del reino de Dios como lo que sucede con una semilla pequeña, que crece sin que sepamos cómo, de noche y de día, mientras el hombre duerme (cf. Marcos 4, 26-29). Este crecimiento callado y paciente es un misterio de amor y gracia.
El invierno, como estación fría, puede parecer un tiempo de sequedad, de poca actividad y propio de muerte, pero es precisamente en esos momentos cuando las raíces se fortalecen, y, siguiendo esa imagen, es cuando la fe se purifica y se afianza. San Pablo recuerda que hay que gloriarse solo en la cruz de Cristo (cf. Gálatas 6, 14). La cruz ocupa un lugar central en este proceso: abrazar la cruz es aceptar el invierno de la vida, el silencio, la renuncia, y hasta la muerte. Desde esa entrega silenciosa, surge un fruto nuevo, fecundo y duradero.
En la vida cristiana hay un tiempo para cada cosa. Un tiempo importante, pero olvidado o poco valorado, casi despreciado en nuestro mundo, es el tiempo de la siembra y del silencio, como lo que sucede con la semilla en invierno. La semilla de la Palabra, de la fe, está llamada a crecer en lo oculto y en silencio, a fortalecer la vida interior, a dejar transformar la vida del hombre o la mujer desde dentro. Se trata de un germen de vida que, oculto inicialmente, un día se convertirá en un árbol frondoso, que sostendrá la propia vida y servirá a la vida de los otros y de todos.
La evangelización también tiene este dinamismo. La buena noticia de Jesús se anuncia (cf. Lucas 10, 1-9) – se siembra – y más allá de grandes eventos o palabras impactantes, el testimonio silencioso, el gesto sencillo, la oración constante, el servicio, las iniciativas de amor y el compromiso son también frutos de la semilla sembrada en los corazones.
Así, el invierno no es un tiempo muerto, sino un tiempo de esperanza. La cruz no es derrota, sino semilla de resurrección. La evangelización es presencia humilde y fecunda y, aunque no siempre veamos los resultados, la gracia actúa, y a su debido tiempo dará frutos.
+ Jorge Concha Cayuqueo, obispo Diócesis San José de Temuco







