Una de las peticiones más significativas y profundas que los discípulos hacen a Jesús en el Evangelio es: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1-13). No le piden cómo predicar, cómo hacer milagros ni cómo organizar la comunidad, le piden aprender a orar. Quizás porque vieron que toda la vida de Jesús brotaba de su intimidad con el Padre. Su compasión, su capacidad de perdonar, su fuerza y toda su misión nacían de esa fuente interior e íntima que es la oración, de su relación vital con su Padre.
Hoy, también nosotros necesitamos aprender a orar. Hacer experiencia de esta escuela junto al Maestro. Es evidente que en nuestro tiempo vivimos muy acelerados, con el alma y el corazón fragmentados, si no divididos, por muchos estímulos y preocupaciones, y en algunos casos, en vilo. Dentro de nuestro diario vivir, muchas veces, la oración queda relegada, como si fuera un espacio solo para quienes tienen tiempo. Sin embargo, lejos de ser una evasión, la oración es detenerse, hacer silencio, entrar en el corazón, con el máximo de verdad posible, y reconocer que no estamos solos; la oración es un acto de confianza, que nos conecta con Quien es esencial y nos trasciende. La oración restablece y restaura la unidad interior, serena e ilumina el espíritu, fortalece el corazón y el caminar, y todo tiene consecuencias en la relación con los demás; la oración nos vuelve más humanos.
Orar es un gesto de humildad, pero también de esperanza. Porque al orar le decimos a Dios: «Creo en Ti, espero en Ti, necesito de Ti para caminar». Es en la oración donde muchas veces nacen las decisiones más importantes, donde se sanan las heridas más profundas, donde encontramos paz incluso en medio del dolor. Y sin necesidad de pedirlo o decirlo con muchas palabras o con palabras bonitas. A veces basta con estar, con poner el corazón delante de Dios. Como un niño que se duerme en los brazos de quien le brinda calor, seguridad y confianza.
Hoy más que nunca necesitamos una oración esperanzada. Una oración que no se quede en la queja o en la repetición vacía, sino que nos sostenga y nos empuje a vivir con confianza. Una oración que, como la de Jesús en Getsemaní, no niegue la angustia, pero se abra a la voluntad del Padre. Una oración que brote desde lo profundo de nuestras noches, pero con la certeza de que habrá un nuevo amanecer.
La oración no es un escape del mundo, sino el modo más real de habitarlo desde el amor. No es un acto individualista, sino una fuerza transformadora que nos lleva al encuentro con los demás. Como discípulos, decimos una y otra vez: «Señor, enséñanos a orar», para que la comunión con el Padre nos haga mejores hijos y hermanos.
+ Jorge Concha Cayuqueo, obispo Diócesis San José de Temuco







